La historia de México está llena de políticos incómodos: hermanos, primos, cuñados, cónyuges. Pero también abundan los gobernadores incómodos. Aquellos que, dado su pésimo desempeño, generan problemas de gobernabilidad, afectan la legitimidad del gobierno, se llevan entre las patas a sus padrinos políticos y le complican la vida a su partido, pues los votantes suelen cobrarse los agravios votando por un partido diferente al del gobernador chafa.
En las épocas doradas del autoritarismo priísta, los gobernadores incómodos solían renunciar a sugerencia del presidente en turno. No era una solución muy democrática, cierto, pero la verdad es que los gobernadores en cuestión tampoco llegaban al poder de manera muy democrática. Normalmente alcanzaban la candidatura por el partido y la gubernatura por el dedo presidencial, y dejaban el poder también por el dedo presidencial.
Claro, en esta operación el presidente aprovechaba para deshacerse de algún gobernador heredado del presidente anterior, independientemente de los méritos que dicho gobernador tuviera. No obstante, este mecanismo para poner y quitar gobernadores comenzó a hacer crisis en el gobierno de Zedillo, cuando el presidencialismo comenzó a mostrar signos de agotamiento y los grupos dentro del PRI dejaron de aceptar al presidente como autoridad máxima.
Adicionalmente, en varias entidades llegaron al poder gobernadores de partidos diferentes al PRI que no le debían el puesto al dedo presidencial. Así, la capacidad del presidente de la República para remover gobernadores disminuyó de manera sensible. El caso más claro de esta nueva realidad fue el del entonces gobernador de Tabasco, Roberto Madrazo, quien, a pesar de haber sido exhibido públicamente con gastos exorbitantes en su campaña para alcanzar la gubernatura, se negó a dejar el puesto desafiando abiertamente al presidente Zedillo.
Esta tendencia se ha agudizado en el gobierno del presidente Fox. Éste ha decidido que no se va a meter a remover gobernadores, por más incompetentes y corruptos que sean. El argumento para ello es que no es facultad del gobierno federal quitarlos. Y es cierto. Sin embargo, dejar esta decisión en manos de los congresos locales o eventualmente del Senado de la República no garantiza que vaya a pasar algo, pues suele ocurrir que el partido del gobernador lo defiende a capa y espada bajo el supuesto de que si este se va en condiciones ignominiosas, el costo político será mayor que si permanece, en condiciones ignominiosas también.
Un argumento adicional para que el gobierno federal no intervenga es que ello podría sentar precedentes peligrosos y alentar movimientos en muchos estados para tirar gobernadores y eventualmente presidentes de la República. También se podría argumentar que si los gobernadores son elegidos por el voto popular, su remoción sería antidemocrática y violentaría esa misma voluntad. Y lo cierto es que la mayoría de estos argumentos son ciertos, aunque no suficientes.
El argumento más poderoso tiene que ver, sin duda, con el origen democrático de los mandatarios estatales. Sin embargo, si un gobernante legítimo viola la ley, es obvio que no puede permanecer en el cargo. Si un gobernante atenta contra las garantías individuales -ya sea Mario Marín contra Lydia Cacho o Ulises Ruiz contra el diario Noticias- no debe permanecer en el cargo. La pregunta es ¿quién lo quita? Y ahí es donde es obvio que si bien existen disposiciones legales, éstas no parecen funcionar bien. Así pues, el reto es mejorar los mecanismos institucionales para que, ante evidencia clara de violaciones de la ley por parte de un gobernador, éste se vaya a su casa y sea procesado. Desde ese punto de vista, la razón para la remoción debería ser la violación de la ley y no el número de manifestantes en su contra. Además, la reducción de los términos del mandato de los gobernadores, combinada con la posibilidad de la reelección, podría ser un mecanismo para ejercer mayor vigilancia sobre su desempeño y facilitar una salida más inmediata de algún mandatario incompetente.
En el caso del conflicto de Oaxaca es evidente que estamos en una situación empantanada que sólo una salida legal del gobernador Ulises Ruiz puede resolver. El recurso institucional es que el Senado declare la desaparición de poderes en el estado. La razón debería ser la conducta atentatoria contra las garantías ciudadanas en Oaxaca, por parte del gobernador, como fue el caso del acoso al diario Noticias. Pero lo cierto es que el único escenario viable es la decisión del Senado.
Sin embargo, si el gobernador Ruiz se va y los delitos cometidos por los grupos violentos que actúan en Oaxaca quedan impunes, ello va a constituir un incentivo para movimientos futuros en otras partes que quieran tirar a gobernantes electos. Más allá de la salida del gobernador, es claro que en Oaxaca hay delitos del fuero común y federal que se tienen que castigar. Si ello no ocurre, vamos a tener decenas de Oaxacas en todo el país. Como coreaban los manifestantes de la APPO hace unos días: "Ulises ya cayó. Sigue Calderón". ¿Y luego quién más?
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