Por: Jean Meyer
Estamos celebrando el Día del Niño, ni más ni menos que el Día de la Madre, y del padre, y del cartero, y del agente de policía, y la dura realidad no cambia. Les hablaré de un país muy lejano y al mismo tiempo muy próximo a México: Rusia.
Quien fue, todavía en tiempos de la perestroika, mi profesor de ruso me escribe desde Leningrado, perdón, San Petersburgo, para decirme que cada año hay 2 mil niños más en las calles de esa hermosa ciudad suya. Al leerlo, recuerdo el terrible documental de Vitalii Kanievski, Nosotros, los niños del siglo XX, filmado en 1993. Daba la palabra a niños de la calle de San Petersburgo.
Los entrevistaba en los sótanos donde se albergaban, en los reformatorios de los cuales no tardarían en escaparse, en las calles, camellones, banquetas y techos de esa gloriosa ciudad en la cual se moría su infancia.
La película fue realizada en 1993 y, según mi profesor, podría rodarse hoy; la única diferencia estaría en un cambio de actores: hoy hablarían los hermanitos y hermanitas de los de 1993 que o bien han muerto, o se encuentran en la cárcel, o en alguna pandilla. He visto documentales semejantes, realizados por estudiantes de nuestro Centro de Capacitación Cinematográfica.
El número de niños de la calle no deja de crecer en una Rusia que no sabe qué hacer con los dividendos de su petróleo y de su gas, en una Moscú que fascina por su lujo y su prosperidad al turista mexicano, europeo, americano: el furor constructivo levanta rascacielos de cristal, abundan las mujeres guapísimas, elegantísimas, acompañadas de hombres no menos elegantes; los cafés están abiertos toda la noche, el tráfico está embotellado por coches último modelo y las tiendas parecen la cueva de Alí Babá.
Pero, hasta en esa Moscú que, ciertamente "es un reino en el reino", los niños de la calle recuerdan que la miseria no está lejos.
Esos niños son el símbolo de la miseria material y humana que lastima muchos hogares rusos. La ayuda social del Estado es de 100 rublos (40 pesos) por niño, lo que vale un salchichón o, como dice mi profesor, "el mecate para ahorcarse". Sin embargo, muchas asociaciones, religiosas o no, trabajan para sacar los niños de su calle. Actúan antes de la calle, en la calle, después de la calle.
Los niños que alcanzan a pescar tienen así una posibilidad de vivir algún día una vida normal. El trabajo es enorme: acercarse a los niños, ganar su confianza, luego acogerlos, educarlos, sin olvidar de tomar su defensa frente a unas autoridades y una población que tienen tendencia en considerar esos niños como unos pequeños nacos, una semilla de bandidos y asesinos, cuando no unas ratas.
Pero muchos niños no tienen la suerte de ser recogidos por una de esas asociaciones, de esos hogares, y siguen en la calle.
Los orfanatos les dan de comer, los visten, les proporcionan un techo, una educación, pero todos los niños que lo pueden hacer, huyen de esos centros. En esos institutos encuentran sus hermanos y hermanas de miseria, con ellos se agrupan en jauría o en parvadas de pájaros migratorios que se escapan hacia otra vida.
Una vida terrible porque esas jaurías no son familias, por más que aparentan ser grupos de sustitución, de compensación. Son agrupaciones criminógenas de jóvenes asociales que han perdido cualquier noción de espacio, de seguridad, de relaciones personales, que no tienen ni tendrán trabajo legal ni salario.
Entre cinco y 18 años sobreviven -y mueren- practicando todas las actividades de los niños de la calle mexicana, desde las más inocentes hasta las más criminales, pasando por la venta/consumo de droga, de todas las drogas, y la prostitución, la propia y la de los chicos de la pandilla.
Desde 1997, el ayuntamiento de San Petersburgo no ha abierto un solo centro-hogar para los niños de la calle.
Los hogares existentes como la "Casa de la Misericordia", fruto de iniciativas privadas, se encuentran rebasados por la demanda de los niños que no quieren saber nada de los centros oficiales, demasiado parecidos a la cárcel.
Una parroquia estaba dispuesta a ayudar con locales y trabajadores benévolos pero no gozaba del estatuto jurídico exigido por el Estado. La buena voluntad hace milagros y hay muchas microinstituciones que se responsabilizan con 10 o 15 niños o alcanzan a repartirlos en ciertas familias por un tiempo.
Querida lectora, estimado lector, recordé esas noticias, recibidas desde San Petersburgo en el pasado mes de marzo, con motivo del Día del Niño. ¿Y a nosotros qué?, me dirán ustedes con algo de razón.
Bueno, no les contaré el cuento de la paja y de la viga, y del ojo del prójimo, pero sí que todo esto se encuentra en nuestra ciudad de México y en todo el país. Para bien conozco en Zamora "La Gran Familia", otra Casa de la Misericordia que recoge 500 niños, entre tres meses y 20 años; para mal, lo que podemos ver en nuestras calles, según lo documentaba hace poco en las páginas de EL UNIVERSAL Luis Fernando Domínguez.
No tenemos escuadrones de la muerte, espero yo, como Río de Janeiro, para exterminar a esas "ratas", pero vemos a cualquier hora todo tipo de milagros, como aquel que consiste en acostarse casi desnudo sobre pedazos de botella o focos eléctricos reventados delante de nuestros ojos. En el informe elaborado por el DIF del Distrito Federal -merece una gran difusión- ("Niños, niñas y jóvenes trabajadores en el Distrito Federal") se nos dice que, como en San Petersburgo, el número de niños de la calle no deja de crecer.
Prefiero no entrar en las exquisiteces estadísticas que distinguen entre menores "en situación de calle" y "de la calle". Basta saber que los primeros mantienen una relación con su familia y que muchas veces, igual que en Rusia, son duramente explotados por esa dizque familia. Las dos categorías trabajan igual y para todos la prostitución es lo más rentable.
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