Felipe Calderón ha corrido con la fortuna de no tener una oposición política en las calles. No es poca cosa, considerando que literalmente tuvo que entrar por la puerta trasera para rendir protesta en el Congreso. Muchos daban por descontado un arranque accidentado y brotes de ingobernabilidad en los primeros meses. Más de algún analista planteaba la posibilidad de que las protestas generalizadas impidieran a Felipe sobrellevar su sexenio.
Lo cierto es que durante 100 días ha podido gobernar sin más contratiempo que esporádicas mantas apercibidas en controlados eventos públicos. Un visitante extranjero que hubiese constatado los escenarios incendiados de Oaxaca y Atenco, y las protestas postelectorales que reflejaban una sociedad dividida y enfrentada, podría pensar que el país es otro, apenas cinco meses después.
¿Qué sucedió? ¿Es mera fortuna, es resultado de las acciones de Calderón o una tregua engañosa? A mi juicio, es una mezcla de los tres temas anteriores y algunos más. La tregua se explica en parte por una especie de hartazgo de la mayor parte de la sociedad no politizada. Las campañas electorales habían sobrecalentado el ambiente porque apelaban a emociones y animadversiones. Pero una vez desaparecido el clima de competencia y belicosidad, los intereses de muchos coinciden en la búsqueda de estabilidad. La efervescencia social fue significativa, pero se quedó lejos de la posibilidad de desbordar el vaso (un alzamiento popular, un quiebre institucional, una insurrección generalizada). Con las protestas pasa lo que con el Alka-Seltzer: con el paso del tiempo disminuye la efervescencia. A menos que se incorporen nuevos ingredientes activadores de la burbuja de inconformidad.
Justamente, López Obrador y su equipo tienen parte de la responsabilidad de la desmovilización. Las acusaciones sobre fraude y corrupción en las casillas, el bloqueo de Reforma o su nombramiento como presidente legítimo y su gabinete de sombra desalentaron a muchos que sufragaron por su causa. Una cosa era apoyar a un candidato que estaba en favor de los pobres, y otra responder a un llamado que parecía apelar al todo o nada después del 2 de julio. Particularmente porque no había caminos viables para obtener "el todo". Los llamados de Jesusa Rodríguez para encadenarse a la puerta de una sucursal bancaria o del vocero Fernández Noroña para reventar todo acto público no parecían una vía clara para obligar al sistema a deponer a Calderón y dar el triunfo a AMLO. Eran acciones que servían quizá como desahogo de la rabia y la indignación de unos cuantos, pero muy ineficaces para canalizar políticamente a 15 millones de personas que habían votado por el tabasqueño.
Por su parte, el gobierno actuó con suficiente prudencia o precaución en momentos en que la efervescencia pudo desbordarse. No intervino contra el bloqueo de Reforma, renunció al grito en Palacio el 15 de septiembre y al desfile el 20 de noviembre. Un choque abierto y represivo entre la masa indignada y la policía en la coyuntura postelectoral podría haber cambiado la historia. Pese a la torpeza del gobierno de Fox en materia política, sus operadores supieron calcular muy bien el momento para intervenir en Oaxaca de forma que el sofocamiento no se convirtiera en una chispa que provocara mayores protestas. Sigo creyendo que, mientras no se investigue al gobernador Ulises Ruiz, esta aplicación parcial e injusta del "estado de derecho" tendrá resultados contraproducentes a largo plazo. Pero, por lo pronto, el gobierno consiguió sus propósitos inmediatos de estabilidad y desmovilización.
El resto de la explicación tiene que ver con la crisis de los partidos mismos. El PRD y el PRI han enfrentado luchas internas y reacomodos poco propicios para estar en condiciones de encabezar una oposición articulada. Las distintas fracciones y los gobernadores de cada uno han buscado negociaciones unilaterales pensando más en el provecho propio e inmediato que en una estrategia de negociación de largo aliento para imponer límites o agendas al nuevo gobierno.
Más allá de la opinión de cada cual sobre Calderón, tendremos un país mejor si el gobierno cuenta con una oposición coherente, capaz de representar los intereses de muchos sectores que están ausentes de la plataforma panista. Hay un riesgo visible de que Calderón termine siendo rehén de los grupos de poder que se sienten responsables de haberlo llevado a Los Pinos. El mayor peligro para México es que el gobierno desatienda los problemas de desigualdad y pobreza que mantienen a muchos mexicanos en situación desesperada. Podría ser una desatención con resultados incendiarios.
Una oposición efectiva y democrática ayudaría a Calderón a obtener de los grupos de poder económico las concesiones que se requieren para introducir cambios en el modelo de cara a una sociedad más justa. O dicho de otra manera, los sectores poderosos no renunciarán a ninguna porción de sus privilegios, a menos que exista una presión social que los exija políticamente. Tal exigencia sólo puede venir por dos vías: una permanente e institucional a través de la oposición democrática o una irrupción descontrolada por la vía de la inestabilidad y la insurrección.
En sus primeros tres meses, Calderón ha carecido de una oposición activa. El PRI y el PRD hasta ahora han sido obstáculos en el Congreso, pero no constituyen una presión actuante que modifique la agenda de gobierno o las políticas públicas. En lo inmediato esto representa una ventaja para Calderón. Pero a la larga, la ausencia de una oposición que represente los intereses de las mayorías inconformes podría tener consecuencias deplorables para todos. Explorar las posibilidades de que AMLO u otro actor social pueda construir una oposición útil y necesaria será materia de otra colaboración.
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