domingo, abril 29, 2007

Megalópolis

Megalópolis, megalomanía, macroce falia, las tres tétricas “m” apuntan a la ciudad de México, pero también a Guadalajara, a Monterrey, a todas las que se acercan o rebasan el millón de habitantes. El fenómeno no es especialmente mexicano, lo cual no es ningún consuelo: si la urbanización se está dando en el mundo entero, de manera lenta en los últimos siglos, de manera acelerada desde la revolución industrial, si la urbanización representa sin la menor duda un progreso absoluto en la historia de la humanidad, al tomar la forma de bola de nieve incontrolable, millonaria y multimillonaria en habitantes, corre el riesgo de destruir todas las ventajas sociales y culturales de la ciudad, amén de destruir el medio ambiente, suelo, subsuelo, agua y aire.

Digo “bola de nieve” porque el crecimiento explosivo de nuestras grandes ciudades, de “la mancha urbana” (el lenguaje es revelador de lo negativo del fenómeno), ya no obedece al impulso de la industria, del comercio, de las funciones administrativas, sino se ha vuelto autónomo: el dinero va al dinero, la población va a la población, olvidando las reglas de la biología y la sabiduría de nuestros antepasados; cuando la población de la colmena es demasiado grande, un enjambre se va para fundar otra colmena; los griegos pensaban que existía un “número de oro” de ciudadanos, arriba del cual el buen funcionamiento de la “polis” estaba amenazado, y por lo mismo de sus ciudades se separaban enjambres de colonos que iban a fundar nuevas ciudades.

Todos sabemos, todos experimentamos la diferencia de la calidad de vida social entre ciudades medianas y megalópolis; la conducta de los individuos que corren el riesgo (o tienen la suerte) de ser conocidos y reconocidos es automáticamente diferente de la de los sujetos protegidos por el anonimato de la megalópolis.


Había 11 ciudades millonarias en 1980, 225 en 1990, 287 en 2003, de las cuales 40 rebasan los 5 millones de habitantes y nueve los 10 millones. No es cosa de nivel de vida, ni de sistema político, ni de civilización. De Pekín, Shangai y Tien-Tsin a México, pasando por Moscú, París, Londres y Estambul, hasta Kinshasa, Lagos, El Cairo, Mumbay, Calcuta, Río, Sao Paulo y Lima, Nueva York y Teherán, la macrocefalia es la misma, es una enfermedad grave y que no tiene remedio.

Hace poco Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno de la “megaloMéxico”, anunció muchos proyectos interesantes, pero no habló de controlar el crecimiento de la mancha urbana. No puede ignorar la gravedad del problema, puesto que trabajaba con Manuel Camacho, regente del DF entre 1988 y 1994, puesto que en su lista de prioridades está el tratamiento de las consecuencias de la bola de nieve: problemas de transporte, vivienda, agua, seguridad. Ha de saber, lo que nadie sabe, cuál es la población de la urbe, no del Distrito Federal suyo, sino de la aglomeración urbana que se expande sobre todo el valle y sobre los estados circunvecinos, hasta llegar dentro de pocos años, nos dicen los profetas de desastres, a Cuernavaca, Puebla, Pachuca y Querétaro. Por eso se maneja indiferentemente de 20 o hasta 30 millones de hormigas humanas en nuestro enorme hormiguero.


Lo que es cierto es que la ciudad hizo más que sextuplicar en 40 años, que rebasa a Shangai y que podría compararse a Los Ángeles, con sus lujosos oasis y sus autopistas, si no fuese por el ancho cinturón de pobreza que la rodea y por el desinterés absoluto de sus habitantes por la salvación del medio ambiente. Los ricos o los clasemedieros de Los Ángeles jamás hubieran permitido la destrucción, el abandono, la transformación de las barrancas y de los ríos de las Lomas, de Bosques, de Vista Hermosa, etcétera, en zonas construidas y en colectores de aguas negras que corren a cielo abierto.


Entiendo que el jefe de Gobierno capitalino esté rebasado por la expansión del monstruo, pero no deja de ser terrorífico leer que prevén que la ciudad será la séptima mayor economía urbana del mundo en 2020. La firma de auditorías londinense Pricewaterhouse-Coopers lo anuncia con entusiasmo y es probable que nuestros munícipes comparten su alegría, tan es cierto que nos enseñaron que crecer y crecer es lo mejor.


Lo poco que queda del patrimonio pastoral y forestal, de las lagunas y de las tierras de labor del valle de México, está invadido y destruido cada día, cada hora, cada minuto, por ricos, no tan ricos, pobres y no tan pobres, con la complicidad resignada o activa de nuestras autoridades grandes y chicas. La pobre Comisión Nacional Forestal, lo único que puede hacer en esta región del país es contar los muertos: apunta religiosamente que en 2006 se perdieron 200 hectáreas de bosques en el DF; creo que es modesta o que no quiere entristecernos más.


Cuando veo el estado lamentable del Ajusco, hermoso cerro totalmente arbolado hace todavía 30 años, hasta abajo, pienso que el general Cárdenas ha de dar patadas en su tumba, él que protegió, creyó proteger, sus bosques otorgándole la categoría de parque nacional. El director regional de Conafor para el valle de México dice que lanzan un programa ProÁrbol para 2007, con “acciones integrales y no paliativas”. ¡Mucho gusto y hasta no verte, Jesús!; bueno, él se llama Alejandro, no Jesús.


Querida lectora, estimado lector, ¿tienen idea de lo que cuesta la megalomanía de nuestros constructores, arquitectos, empresarios… quizá de nosotros mismos? Hace años que Gabriel Zaid publicó que el gasto en energía eléctrica de la torre de Pemex era igual o superior al consumo de una ciudad de 20 mil habitantes. ¿Tienen idea de cuánto cuesta mandar un litro de agua a la ciudad de México, desde lugares cada día más lejanos? ¿Y cuánto cuesta proporcionarnos un kilovatio? Todo es mucho más caro que para ciudades de dimensiones razonables.

Y para colmo, si abro el periódico hoy, me entero de que la construcción de fraccionamientos ilegales está acabando con los ranchos de Zumpango donde aún se cosechan 5 mil toneladas de maíz anuales y se producen 50 mil litros de leche diarios.

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