Las postrimerías de este proceso electoral han tomado visos inesperados. Una campaña del miedo, que lindaba en las técnicas fascistas y la intromisión grosera del Ejecutivo federal en la coacción, la coerción y la compra de votos han tenido como respuesta una denuncia contundente: la revelación del tráfico de influencias característico de esta administración que, esta vez, salpica e involucra a su candidato presidencial.
Las concesiones otorgadas por el poder público durante este sexenio a los hermanos Zavala, particularmente en el tiempo en que su cuñado fue secretario de Energía, exhiben a las claras un nuevo tipo de corrupción política.
Si en las zonas más oscuras del antiguo Partido Revolucionario Institucional prevalecía el conflicto de intereses, ahora se ha instalado el tráfico de influencias. Las dos caras de nuestro patrimonialismo: políticos metidos en los negocios y empresarios metidos en la política.
Esta conversión es indicativa de la mercantilización de la política que padecemos y de la privatización del Estado que nos fue escriturada por el neoliberalismo.
En sus mejores tiempos, el PRI, por un prurito de autonomía política del sistema, evitaba en lo posible que ingresaran dineros privados a las campañas electorales, que luego pudieran convertirse en jugosos contratos.
Así los gobernantes llegaban en lo posible con las manos libres para escoger sus propios terrenos de corrupción.
Esa es la razón por la que el partido del gobierno propuso en 1995 que sólo pudiese haber 10% de recursos privados en las campañas. En cambio, el Partido Acción Nacional insistió machaconamente en 50%.
Finalmente, en una negociación tras bambalinas y a despecho de los acuerdos adoptados, el gobierno concedió que el 10% convenido no se circunscribiera a los recursos públicos de cada campaña, sino que se computara sobre el total de la bolsa asignada al conjunto de partidos. De esta manera, la suma ascendió a 417 millones de dinero privado permitidos a cada candidato.
Si a esto añadimos las aportaciones ocultas que transcurren libremente gracias al secreto bancario y a la insuficiencia de los instrumentos de fiscalización del Instituto Federal Electoral, concluiremos que las elecciones en México, a pesar de la magnitud de los recursos públicos, son dominadas por los fondos privados y por las complicidades tejidas con las empresas mediáticas.
Visto en perspectiva, resulta claro que el PAN ha desarrollado un catálogo de prácticas electorales de Estado y de alianzas con grupos financieros del país y del extranjero para modificar de raíz el sistema político. Se conciben como la música que llegó para quedarse. Lucharon hipócritamente por una alternancia democrática cuando en verdad lo que han perseguido es una alternancia dinástica: si el PRI duró en el poder 71 años, la derecha aspira a prolongarse tanto cuanto sea exitoso el nuevo régimen que pretenden implantar.
Así lo han hecho en Baja California, Guanajuato, Aguascalientes, Querétaro y Jalisco. La reelección sólo les ha fallado en Chihuahua y Nuevo León. En Yucatán se han convertido en un partido más fraudulento que el PRI y en San Luis Potosí hacen alarde de dispendio electoral. Morelos padece por su parte una feroz neocorrupción en la que se ha asociado directamente al gobernador con el narcomenudeo.
Si el antiguo régimen consistió en una simbiosis entre Estado y partido, éste no es sino un ayuntamiento entre empresa y Estado. Los fantasmagóricos head-hunters no fueron sino la pantalla que cubrió la cesión de todos los puestos del gabinete a grupos de interés o a redes de contribuyentes que sostuvieron la campaña. Los amigos de Fox se convirtieron muy pronto en los socios privilegiados de los negocios que pueden obtenerse del favor público.
Todo ello se enmarca dentro de un proyecto de privatización de la economía, de la política y de la cultura. Representa el conjunto de cláusulas no escritas del Tratado de Libre Comercio con América del Norte. Lo que se intenta es transitar de un sistema de partido hegemónico a otro de dinero hegemónico. Parodiando a Aristóteles, diríamos que en nuestra región es más fácil transitar de la dictadura a la plutocracia que a la democracia.
Las maniobras panistas para permanecer en el poder por métodos ilegales y antidemocráticos son pieza clave de un diseño ostentosamente mimético y secretamente anexionista respecto de los intereses y prácticas de la derecha norteamericana. Resulta el instrumento indispensable para la desnacionalización del Estado y la entrega de nuestros recursos y disponibilidades al interés extranjero.
La cadena de ilícitos probados a este gobierno: desde el toalla-gate, pasando por los hijos abusivos de la casa presidencial, los cuñados incómodos y los privilegios otorgados a los beneficiarios del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), dan testimonio de lo que podríamos llamar la corrupción azul, que moderniza las formas tradicionales de caciquismo e instituye el latrocinio con guante blanco. O bien, que exhibe manos blancas pero es incapaz de ocultar bolsillos repletos. Una versión contemporánea de los sepulcros blanqueados.
Después de leer el testimonio espléndido y veraz de Alfonso Durazo respecto de las motivaciones profundas de nuestros actuales gobernantes, podemos concluir que rechazaron deliberadamente la transformación de las instituciones para medrar a su gusto en la función pública.
En vez de reformar al Estado, optaron por colonizarlo, por usufructuarlo y por convertirlo en botín de intereses privados.
Las dos leyes que promovieron, en reemplazo de una reforma integral del poder público: la del servicio civil de carrera y la de transparencia, tenían la intención última de disfrazar las tropelías programadas.
La primera para ocultar la sustitución de una clase administrativa por otra a través de procedimientos favoritistas y la segunda, para abrir los expedientes públicos a la curiosidad privada sin corregir las causas de los entuertos y sin descubrir los verdaderos traficantes del poder.
Por todas estas razones el escándalo suscitado es sintomático del asalto al poder por intereses privados. Muestra, al mismo tiempo, que estas elecciones son definitivas para el futuro de la nación.
México no podrá avanzar en el sendero de la modernidad ni ofrecer seguridad física y jurídica, menos implantar un estado de derecho, mientras no se combata a fondo la corrupción.
Para ello es necesario terminar con la doble moral y la perniciosa confusión entre lo público y lo privado. Restaurar la honestidad como el valor esencial de la República.
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