domingo, abril 08, 2007

¿Muerte, dónde está tu victoria?

Hace unos 40 mil años que el hombre (y la mujer) sabe de la muerte, sabe que algún día tiene que morir, y la prueba de ese saber que completa nuestro carácter humano es la primera tumba, vieja precisamente de 40 mil años. Durante tantos años la sepultura fue mayoritaria a 100, a mil contra uno, y la cremación que ahora está conquistando un gran público en nuestra sociedad era, inicialmente, práctica de grandes nómadas. Pero ambas prácticas significan que el hombre (y la mujer), después de haber comido el fruto del árbol de la ciencia, sabe que morirá, tiene la conciencia muy clara de su muerte futura.


Hace 3 mil años, la empezó nuestro discurso racional, sabio, luego científico sobre la muerte, muchos milenios después de la primera tumba, la que manifiesta a la vez ese saber y, allende la muerte, una creencia en una vida que se prolonga. La muerte que es una transformación y nada más en el universo físico y en la vida animal y vegetal se transforma en mal radical, en dolor agudo para los que sobreviven al difunto -y esperan su turno-, cuando se aplica a uno de nosotros. En la revelación judeocristiana la muerte no es, como en el islam, una imperfección paradoxal de la obra de Dios, sino una consecuencia indeseada de la decisión de Adán y Eva, algo como un "daño colateral". El libro de Génesis es el único texto que responsabiliza al hombre (y a la mujer) de la muerte.


A partir de esa afirmación sorprendente, el libro de los judíos, la Biblia de los cristianos habla largamente de la muerte, nos prepara a la muerte, con todo realismo y sin misericordia. Nos habla de la descomposición, del hedor del cadáver, del oscuro silencio de la tumba. No busca una salida del lado de la reencarnación o de la mitología del doble, del nahual, sino afirma en nombre del Dios de los vivos (no de los muertos), de Abraham, de Isaac, de Jacobo, que la muerte, como salario del pecado, es un fracaso relativo de Dios, y un fracaso nuestro.


Eso en los textos más antiguos que ofrecen apenas de vez en cuando un vago consuelo; pero luego viene la manifiesta explosión del amor de Dios, a la hora del exilio de Babilonia, en las profecías del gran Ezequiel: el capítulo 37 habla del más allá de la muerte, habla de la resurrección. Esa resurrección tiene poco que ver con la idea griega de la inmortalidad que surge más o menos a la misma época. El admirable y admirado Sócrates se encuentra muy lejos del profeta hebreo, su enseñanza no tiene nada que ver con el realismo biológico de los nervios, de la carne, de la piel que vuelven a crecer sobre los huesos secos del famoso valle de Josafat.


El mensaje, la "buena nueva" de Ezequiel, lo retoma Jesús, es lo que enseñan los evangelios con el relato de la Pasión, luego de la resurrección y de la ascensión de Cristo, el primer resucitado, totalmente hombre (y mujer) y totalmente Dios. Los primeros cristianos recibieron con tranquila sencillez ese mensaje extraordinario y por eso hablan de los "hermanos difuntos que se durmieron en la paz del Señor, esperando el último día de la resurrección de la carne", día del Juicio también, pero de un juicio que ellos esperaban con tranquila confianza. El miedo, el pavor al juicio y al infierno vendrían después, como frutos amargos de otras épocas.


La muerte cristiana es realista. Cuando Jesús pide que abran el sepulcro donde está su amigo Lázaro, le contestan que el hedor va a ser terrible porque lleva varios días sepultado. Realista también la Pasión y muerte de Cristo, con ese episodio muy alejado de la serenidad de Sócrates (claro, la cicuta ingerida por el filósofo no causa los terribles dolores de la flagelación, del Vía Crucis, de la crucifixión). Tan es así que Tertuliano y sus discípulos habían suprimido del Evangelio el relato de la agonía de Cristo, para que no pareciera inferior a héroes griegos y romanos. Muchos cristianos censuran el Evangelio y se brincan lo que estorba. Así no pueden admitir que Jesús, que Dios haya dudado de Dios ("Eli, Eli, lama sabajtani", Dios, Dios, ¿por qué me abandonaste?). Prefiero Chesterton: "Nuestra religión es la buena porque es la única en la cual Dios, un instante, ha sido ateo".


La crucifixión no es sólo un acontecimiento histórico "en tiempos de Poncio Pilato"; tiene un sentido para nuestro tiempo. El "Dios ha muerto" de Federico Nietzsche es la traducción desesperada del "Dios es amor" del apóstol. Nietzsche, atacando a una Iglesia demasiado humana, decía: "Eso es en mí la conciencia cristiana afilada por el examen de conciencia que se voltea contra el cristianismo". En su larga agonía el filósofo, "nuestro pastorcito", entró en una noche de la cual no sabemos nada, pero que bien pudo ser la noche oscura de San Juan de la Cruz: "Desnudez y nada", de un sujeto que se vacía de sí mismo (muerte) para dejarse invadir por Dios (resurrección). Por lo tanto bien pudo escribir Gustavo Thibon en El cielo sin promesas. "La creación concebida como un suicidio divino por amor. Falta reanimar ese Dios muerto por nosotros, la salvación del hombre por Dios pasa por la salvación de Dios por el hombre".


Un gran historiador, J. Huizinga, se preguntaba a propósito de las representaciones realistas de la muerte en el arte cristiano de la Edad Media -y de conocer los cristos dolorosos del barroco popular mexicano, hubiera hecho la misma pregunta: ¿será verdaderamente cristiana esa fijación sobre el aspecto terrenal, biológico de la muerte?


Creo que sí. La muerte cristiana no niega ni el dolor, ni el miedo frente al misterioso vacío, ni la terrible descomposición del cuerpo. Nosotros, habitantes del siglo XXI principiante, cristianos o no, hemos perdido mucho de lo que sabían, de lo que vivían tranquilamente nuestros antepasados; no vivimos con la misma fuerza la profunda tristeza de la Semana Santa y la increíble alegría de Pascuas. No nos atrevemos a saludarnos, como los cristianos orientales, con el abrazo y la exclamación ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad, ha resucitado! Y sin embargo.

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