Por: Julio Scherer
En diciembre de 1979, el mariscal Tito enfermó. Unos años antes le había visto yo, bronceado, seguro de sí mismo, en el palacio Blanco de Belgrado. Días antes me había entrevistado con un grupo de constitucionalistas.
En la conversación se hizo patente, entre líneas y palabras, que el modelo constituyente yugoslavo, federal, pero dependiente de un partido único, era una contradicción irreversible. Los médicos hicieron todo lo posible por Tito. Le amputaron la pierna derecha, pero el unificador de las seis repúblicas yugoslavas moría el 4-V-1980. En mi despacho tengo la fotografía de aquel encuentro.
Los juristas, con los que hablé horas antes, estaban en lo cierto: el sistema no resistiría el fin de Tito. Su mujer, Jovanka, con la que se casó en 1952 -cuando ella tenía 23 años y estaba en las guerrillas- se separó de él o él de ella, en 1978.
Nadie supo la causa. Jovanka no apareció en su lecho de muerte. Parecía algo más que un presentimiento del futuro.
Tito era irremplazable en el cuadro de esa superestructura jurídico-política dependiente de un hombre. El desmembramiento de las seis repúblicas se inició. El poder se transfirió, en la rebelión, a uno de los peores: a un burócrata llamado Milosevic. Desde los viejos mecanismos del trauma Estado-partido, ascendió impávido.
En 1990 llegó a la presidencia de Serbia. Hijo de un suicida, casado con una mujer ambiciosa hasta la paranoia, transformó el discurso comunista en un superdiscurso nacionalista (antítesis ideológica) convencido de que la exaltación de Serbia le convertiría en un líder. El 23-VI-1989, conmemorando en Kosovo el 600 aniversario de la batalla mítica de Merles, donde los serbios cristianos lucharon contra los turcos islámicos que controlarían los Balcanes (de ahí la islamización de gran parte de la región), Slobo hizo el más violento discurso pro serbio. Las otras cinco repúblicas entraron en la angustia.
No podían olvidar que, sin más, Tito no era serbio, sino croata y entendía que la federación no podía centrarse sólo en Serbia. Milosevic lo hizo y sus tropas, en Kosovo y en Bosnia, devolverían el país no a la memoria de la batalla de Merles (donde los cristianos serbios pese a su heroísmo fueron vencidos) sino a una de las mayores tragedias del racismo: a la teoría de la "purificación". La vieja proposición sobrecogedora -cistiti o "limpiar" o "purificar"- que tuvo su dimensión, no única, pero sí ostensible, cuando el levantamiento serbio contra los turcos significó su salida de Belgrado.
El pacto de la rendición suponía que se protegería a los vencidos en su evacuación. Las tropas que debían protegerlos los degollaron: la "limpieza" pasó a ser una opción. Milosevic funcionó así. El poder ante todo. Su familia, mujer e hijos, se enriquecían. Corrupción.
En Bosnia y en Kosovo las atrocidades del ex comunista travestido en supernacionalista para permanecer arriba, determinaron la intervención de la ONU y la OTAN. Un periodista francés que visitó a Slobodan Milosevic dice, asombrado, "que por todas las estancias por las que pasó los relojes estaban parados". El tiempo no tenía importancia para él.
El desmembramiento de la federación, las atrocidades de la purificación étnica o religiosa, hicieron, de los años de Milosevic, una pesadilla. Un tribunal internacional se preparaba, desde años, para el juicio de los 66 genocidios y toda clase de atentados contra los derechos humanos. La OTAN, a su vez, con sus bombardeos destruyó, a la par, la idea de la federación y sólo quedó, entre las cenizas y los odios, el desmembramiento brutal de las seis repúblicas. Dura memoria del siglo XX. Milosevic ha muerto en su celda; solo. La historia, implacable, unirá el nombre de Milosevic con la barbarie.
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