Por :Jean Meyer
A semana pasada las elecciones presidenciales en Bielorrusia dieron, sin sorpresa, una tercera y vergonzante reelección al déspota Lukashenko, el último dictador europeo.
No le dio pena anunciar triunfalmente la participación de 93% del electorado y su triunfo con 83% de los votos. Recurrió masivamente al fraude electoral, inventando algo que no se le había ocurrido a nuestros mapaches: el voto anticipado en urnas itinerantes. "Las elecciones discurrieron con normalidad y no se registró ni una queja", anunció el IFE local. No sé cómo se atrevieron 10 mil ciudadanos a salir a la calle para protestar: Luka había prometido "torcerles el cuello como a una gallina".
Hoy, elecciones legislativas muy importantes y con resultados imprevisibles en Ucrania. Ambos comicios ocurren en el antiguo espacio soviético que el actual gobierno ruso pretende volver a controlar; hay que reconocer que no le ha ido mal en general, que las repúblicas de Asia Central ahí están, ¡a la orden, mi presidente!, que Armenia y Azerbaiján se llevan mejor que nunca con Moscú.
De Bielorrusia, ni hablar, al dés-pota Lukashenko se le recompen-sa con la entrega de gas ruso a pre-cio regalado. Quedan tres latosos por meter en cintura: las pequeñas Moldavia y Georgia que están sufriendo el acoso moscovita de mil maneras, y la gran Ucrania que cometió el "error", el crimen de lesa majestad, de no elegir como presidente al candi-dato de Vladimir Putin, en el invierno 2004-2005. Es el futuro de esa "re-volución naranja" que se juega, en buena parte, en las elecciones legislativas de hoy, en Ucrania.
El otro Vladimir, Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, bien lo dijo en 1919: "Sin Ucrania, Rusia pierde su cabeza". Putin no pretende recons-tituir la difunta URSS, sino establecer, sin contestación posible, la influencia decisiva de Rusia, sobre todo el antiguo espacio soviético. No pretende incorporar a Ucrania en el seno de la Federación de Rusia, sino hacer de ella un Estado vasallo, un aliado sumiso y fiel.
No le faltan los medios para lograr su fin, y los servicios rusos han tra-bajado sin descanso, desde enero de 2005, para borrar los efectos de la "revolución naranja" en Ucrania y fuera de ella: se creó en la administración presidencial rusa un departamento encargado de impedir cualquier otra "revolución de color", tanto en el antiguo espacio soviético como en Rusia misma. Las elecciones ucranianas de hoy han sido precedidas, y posiblemente influenciadas, por una multifacética ofensiva contra el presidente ucraniano Víctor Yushchenko.
Lo que pasa en Ucrania y alrededor de ella es muy importante. La situación de Ucrania, como lo entendió Lenin, quien puso fin a su brevísima independencia, condiciona la posibilidad, condiciona la existencia del imperialismo ruso. Moscú empezó a construir su imperio con la toma de Kazán, en 1552, que le abría el camino de Siberia y del Sur oriental. Eso no influyó mucho sobre Rusia porque esos territorios eran casi vacíos, un poco como el Lejano Oeste en Estados Unidos. Al contrario, la conquista de Ucrania hizo de Rusia un imperio en los siglos XVII y XVIII, que siguió creciendo en el siglo XIX, luego en el XX bajo la nueva forma soviética. Una estructura imperial tiene su precio: vuelve muy difícil la evolución política porque es autoritaria por definición, porque hay que dominar y para eso hay que formar unos "órganos" de control, represión, mando.
Cuando el imperio zarista se derrumbó, Ucrania tomó su inde-pendencia: los bolcheviques la reincorporaron manu militari a su nuevo imperio. En 1991 el momento decisivo del derrumbe de la URSS no fue la secesión de los tres países del Báltico, ni del Cáucaso, tampoco de Asia Central, sino la independencia de Ucrania. Las negociaciones sobre el futuro de la URSS se habían empantanado al otoño de 1991, cuando un referéndum de autodeterminación fue celebrado en Ucrania, el 1 de diciembre. Los ucranianos, para mayor asombro de muchos observadores, votaron masivamente a favor de la independencia: 90.6% con una participación superior a 80%, hasta en las provincias orientales supuestamente pro rusas. Unos días después, los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia sacaron la conclusión de que la Unión Soviética había dejado de existir. Se reunieron en un bosque, cerca de Minsk, en Bielorrusia, y proclama-ron la disolución de la URSS, así como la plena soberanía de cada una de las repúblicas. Eso significaba no sólo la desaparición de la URSS, sino la del viejo imperio de los zares: Ru-sia regresaba a sus fronteras de 1620. Eso había ocurrido brevemente en 1917-1918, pero los bolcheviques no tardaron en reconstruir el imperio. Entre 1992 y 2000 no tuvieron herederos para repetir la hazaña, pero luego el presidente Putin ha trabajado, sigue trabajando, para que Rusia recupere "su cabeza".
Para recobrar Ucrania, cualquier medio es bueno: presión económica, penetración de las empresas rusas, "guerra del gas" con cierre (breve) del gasoducto y precio quintuplicado de dicho gas, manipulación de las divisiones religiosas entre las iglesias, amenaza de secesión de las provincias orientales rusófonas, así como de Crimea, infiltración policiaca (los famosos "órganos" que bien pudieron participar en el misterioso y terrible envenenamiento de Víctor Yush-chenko en el verano de 2004), presión militar, cooptación de las oposiciones al presidente Yushchenko.
Esa política agrada a la opinión rusa en general que piensa que la independencia ucraniana es una aberración que no puede durar mucho. Además, si los europeos y los estadounidenses han apoyado a la "revolución naranja" y contribuido a la derrota del candidato de Moscú, desde aquel entonces han abandona-do Kiev a su suerte. Ucrania soñaba con una pronta entrada en la Unión Europea y en la OTAN para prote-gerse de manera definitiva, y resulta que su candidatura no ha sido vista con buenos ojos, todo lo contrario. No sé si la UE y Estados Unidos han realmente abandonado a Ucrania, pero esa es la impresión que dan y, lo que es más grave, la impresión que tiene Ucrania.
Eso puede tener una influencia decisiva sobre el voto de hoy. Existe una división real en el seno del pueblo ucraniano, cuidadosamente cultivada por Moscú, entre dos polos: el Este rusificado y ortodoxo, el Oeste muy nacionalista y más católico. Entre los dos, un centro que duda y se busca.
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