Una mala noticia hace olvidar la anterior, los horrores de hoy borran el desastre de ayer, un tsunami desaparece una guerra civil, unos atentados mortíferos desbancan una infamia, la catástrofe de Nueva Orleáns será pronto olvidada. No es que la historia sea diferente de la de siempre, sino que los medios de comunicación nos bombardean, nos atontan durante unos días sobre un acontecimiento, para pasar la semana siguiente a otro. Así ocurrió con la mala noticia de la hambruna en África.
A fines de junio, el día 22, Bernard Kouchner, fundador de Médicos sin Fronteras, ex secretario de Salud en Francia, ex comisario de la ONU en Kosovo, lanzó un grito de alarma. Advirtió que 2 millones de nigerianos podrían morir de hambre en cuestión de semanas, sin una rápida movilización de la ayuda internacional; y que otros tantos morirían en Mali, Mauritania (que se da el lujo de un golpe de Estado contra un militar que se eternizaba en el poder) y Burkina Faso. Fue necesaria la intervención de este personaje mediático (no es una crítica, ¡qué suerte que haya vedettes como Kouchner!) para que gobiernos y grandes empresas reaccionaran.
Desde el verano de 2004, la ONU, a través de sus organismos especializados, había señalado que era necesario apoyar con creces su Programa Alimenticio Mundial (PAM) para constituir una reserva de alimentos para África; en efecto, toda la región del Sahel, al sur del Sahara, sufría una severa sequía agravada por una terrible plaga de langosta, como no se presentaba desde muchos años (la langosta llegó hasta Chipre e Italia). El PAM había recibido la tercera parte de lo necesario cuando sobrevino el tsunami en Asia del Sureste, que captó toda la atención y canalizó la generosidad de los donantes. Un tsunami es mucho más espectacular en televisión que una hambruna anunciada, pero aún por venir. Eso sí, después del grito de B. Kouchner, pudimos ver, unos días nada más porque son insoportables, las terribles imágenes de esos niños literalmente muertos de hambre.
Por una cruel coincidencia eso sucedió justo un mes después de la conferencia del G-8, el grupo de los ocho países más ricos y poderosos del mundo, conferencia que anunció que la ayuda a África era una prioridad mundial. Lo anunció pero no se dio cuenta o no quiso saber que el PAM necesitaba con desesperación una ayuda que no venía. El G-8 no dio el grito, fue el little french doctor Kouchner. Entonces, durante unos días las televisiones y los gobiernos de los países ricos cubrieron la noticia y mandaron alimentos, medicinas, agua y médicos. Bien tarde. Peor es nada.
Cierto, pero lo peor es que si bien se está logrando matizar los efectos de la hambruna, África vuelve a salir de los proyectores de la actualidad y a caer en el olvido. Ahora la noticia es el huracán Katrina y la desgracia que se abatió sobre el sur de Estados Unidos.
La hambruna se aleja, pero sigue el hambre en África.
Hay países como Angola, Etiopía, Eritrea, Somalia, Sudán, Chad, Mozambique, etcétera, que se encuentran en situación de emergencia alimenticia 80% del tiempo en el último cuarto de siglo. Níger, el país más amenaza-do por la hambruna de 2005, sólo tiene recursos alimenticios, en año normal, para nueve meses y debe conseguir en el mercado mundial alimentos para los tres meses restantes. La tercera parte de su población está desnutrida. Quince países africanos se encuentran en una situación estructural todavía peor; en Eritrea son más de las dos terceras partes de la población que sufren subnutrición (y todavía sus dirigentes se dieron el lujo, de una guerra con una Etiopía que tampoco es capaz de vencer el hambre crónica de su gente).
La guerra entre estados, la guerra civil, la limpieza étnica, guerrillas y el bandolerismo agravan el efecto de las malas cosechas, de las sequías o de las inundaciones, de la desertificación. África sufre de una crisis silenciosa, como el hambre misma que pasa desapercibida, menos para los interesados. La hambruna del verano de 2005 no es más que un paroxismo, una llamada de atención trágica. Las perspectivas no son muy buenas porque en las instituciones internacionales reina cierta desesperanza frente a África, mejor dicho frente a muchos gobiernos africanos. Es de sobra conocido que ciertos gobiernos utilizan la ayuda internacional para comprar lealtades políticas o castigar a los adversarios, o a los considerados como tales. Sudán es el caso, frente a la provincia de Darfur, como lo fue durante años frente al sur.
Además la especulación nunca falta. Cuando, por fin, se empezó a hablar de la hambruna en el Sahel, los negociantes en granos y otros alimentos de primera necesidad se retiraron un tiempo del mercado, esperando el alza de los precios. Efectivamente lo lograron, tanto los internacionales como los africanos. En el caso de Níger, la oposición acusó al gobierno de haberse aliado con los grandes comerciantes que financiaron la elección presidencial y que aprovechan los altos precios de los granos.
El G-8 afirmó que el porvenir del mundo y su seguridad dependen también del desarrollo de África; es una posición correcta a largo plazo las grandes migraciones africanas hacia Europa podrían disminuir si esa gente pudiese vivir bien en su tierra, pero el G-8 olvidó el corto plazo, el plazo inmediato, y no vio la hambruna que ya estaba matando a los más débiles. Hubiera sido mucho más barato y eficiente hacerle caso a la ONU, el otoño de 2004, apoyar al PAM, llevar tranquilamente en barcos y camiones los miles de toneladas de alimentos necesarios.
Según los expertos, en aquel momento, un dólar por día y por niño hubiera sido suficiente; en agosto y septiembre de 2005, se necesitan 80 dólares para salvar a un niño. Según el economista Jeffrey Sachs, asesor de Kofi Annan, esos países, entrampados en su pobreza, no pueden despegar sin una ayuda exterior "inteligente, masiva y duradera".
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